La particularidad de las querellas evacuadas por el arzobispo sodálite José Antonio Eguren (acaba de lanzarle una como un cuchillo a mi amiga y colega Paola Ugaz) es que ha sacado a la luz con arrolladora fuerza una verdad que, a pesar de confirmarse en las declaraciones formales ante la fiscalía por varios capitostes del Sodalitium Christianae Vitae (SCV), a veces no es tan fácil de apreciar. Me refiero al negacionismo y a la relativización de los males que se vivieron e institucionalizaron en la asociación religiosa fundada por Luis Fernando Figari Rodrigo, en Lima, en 1971.

 

Digo que no es tan fácil de apreciar, pues mientras que el Sodalicio en sus esfuerzos por capear la crisis reputacional que tuvo que enfrentar a partir de la investigación periodística que realizamos junto a Paola Ugaz, a lo largo de cinco años, en el camino fue dando una serie de mensajes enrevesados y acuciantes que parecían proyectar, por momentos, una aceptación de los crímenes. Empero, luego, gradualmente y en dosis homeopáticas ponía el foco en un chivo expiatorio. Todo esto, obviamente, a través de “sodavideos”, comunicados, notas de prensa, y algunas pocas entrevistas.

 

No obstante, cuando desfilaron por la fiscalía algunos de los principales capitostes de dicha organización, casi todos se dedicaron a bajarle el volumen a las estridentes denuncias, con la excepción de José Ambrozic. Para quienes hemos seguido lo dicho hacia fuera (hacia la opinión pública, o sea) y también hemos leído las declaraciones fiscales, los mensajes no son claros sino ambiguos.

 

La rigurosa autopsia a que sometió buena parte de la prensa peruana e internacional al Sodalicio de Vida Cristiana, arrojó unos corolarios escalofriantes respecto de los extremos a los que se puede llegar en agrupaciones cerradas y sustentadas en dogmas y verdades sectarias que llegan a transformar a los adeptos en sujetos con una sorprendente docilidad perruna. 


En el Sodalicio, si no quedó claro, se anulaban voluntades y se destruían personalidades con el propósito de que los sodálites actuasen sin pensar y mirasen sin mirar, respondiendo únicamente a las órdenes dictadas por el superior general, o por el superior o formador de la comunidad en que les tocaba vivir, o por el  director espiritual que le asignaban. Y en ese plan.

 

Es lo que ocurre en los universos totalitarios. Salvando las evidentes distancias, es prácticamente imposible no hacer un símil entre la estructura vertical y totalitaria sodálite con la que diseñaron Hitler y su entorno más leal e incondicional. Y las interrogantes que uno se puede plantear sobre el nazismo también se pueden aplicar al Sodalicio de Figari. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Por qué sucedió? ¿Por qué no reaccionaron las víctimas? Porque, ya adivinarán, en los totalitarismos se exige a los individuos a renunciar a su identidad. A renunciar a su espíritu de independencia. A renunciar a su voluntad. Y eso fue lo que hicieron tanto Hitler y sus SS como Figari y su cúpula. Aplastar libertades.

 

Por eso no deja de llamar la atención que, en el Caso Sodalicio, resulta que el único autor material e ideológico, el de los planes siniestros y maquiavélicos, haya sido únicamente Luis Fernando Figari. Y nadie más. Sí, claro, en el informe de la segunda comisión se mencionan otros nombres, me enrostrarán algunos. Pero se trata de nombres de sombríos personajes que ya habían sido señalados en la publicación investigativa Mitad monjes, mitad soldados (Planeta, 2015), los cuales fueron presentados en el Informe Sodálite, curiosamente, como depredadores solitarios, que habrían actuado cada cual por su cuenta, cuando estos tuvieron vínculos directos con Figari (el número uno) o con Germán Doig (el número dos, hasta que murió en el 2001) o con Virgilio Levaggi (el número tres, en los ochentas, hasta que este se retiró voluntariamente, pues jamás lo expulsaron ni lo denunciaron).

 

Así las cosas, puedo llegar a creer que varios de los cabecillas del Sodalicio no estaban al tanto de los abusos sexuales perpetrados por Figari y/o Doig y/o Levaggi, pero que nieguen a estas alturas que no tenían ni idea de que al interior del Sodalicio regía una cultura de abuso de poder, cimentada en maltratos físicos y psicológicos, eso sí me parece surrealista, además de farsesco. Por lo demás, es una cuestión imposible.

 

José Ambrozic, Jaime Baertl, José Antonio Eguren, Emilio Garreaud, Alfredo Garland, entre los principales, ¿no se enteraron del Caso Levaggi, destapado internamente en el año 1986? ¿Y cuando conocieron del incidente, acaso lo denunciaron ante las autoridades civiles? ¿Lo hicieron por lo menos con las eclesiales? ¿Los mismos resortes encubridores no funcionaron con igual eficacia cuando se descubrieron al interior los abusos de Jeffery Daniels?

 

Y esto es lo que me parece inquietante. Luego de dos comisiones investigadoras, una que actuó ad honorem y concluyó en un diagnóstico aterrador y contundente, la cual les pareció sesgada, y otra que fue generosamente remunerada y con resultados más convenientes y acomodaticios a los intereses sodálites, pero que aun así no podía seguir encovando y dejar de mostrar los descarados e intolerables abusos de todo tipo perpetrados en el Sodalicio, no deja de sorprenderme la arrogancia de aquellos sodálites que consintieron con su tolerancia pasiva a que los horrores que conocemos, se produjeran. No solo eso. Sino que, hasta el día de hoy no parecen mostrar un ápice de arrepentimiento. O, peor todavía. Mienten.

 

El verdadero arquitecto del Sodalicio totalitario fue Luis Fernando Figari, qué duda cabe. Pero vamos. Él solito no edificó el proyecto autoritario. Lo hizo con la colaboración entusiasta del denominado “núcleo o generación fundacional” y de todos los que se fueron sumando a este grupo. Juan Carlos Len. Alejandro Bermúdez. Alberto Gazzo. Héctor Velarde. Y etecé. Y eso ocurrió a partir de los años 1976 y 1977.

 

A ninguno de ellos, salvo a José Ambrozic, se les ha visto en los “sodavideos” disculpándose por lo ocurrido. Como apegándose al refrán: “Una cosa es torear y otra ver los toros desde la barrera”. Como dejando la sensación de que, si participaron, fue porque eran muy jóvenes para comprender a qué se estaban prestando, dado que ellos también fueron víctimas (y en eso no les falta razón). Como dando a entender que aquí el único malo de la película fue Luis Fernando Figari. Como deslizando que si algún rol jugaron los arriba mencionados en esta historia fue uno de carácter meramente burocrático. Y así.  

 

Y aquí calza como un guante la pregunta que se hace Hanna Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén:“ ¿Es este un caso antológico de mala fe, de mentiroso autoengaño combinado con estupidez ultrajante? ¿O es simplemente el caso del criminal eternamente impenitente (Dostoievski en una ocasión cuenta que en Siberia, entre docenas de asesinos, violadores y ladrones, nunca conoció a un solo hombre que admitiera haber obrado mal), que no puede soportar enfrentarse con la realidad porque su crimen ha pasado a ser parte de ella?”.

 

La autora de Los orígenes del totalitarismo se refiere evidentemente a Adolph Eichmann, secuestrado en Buenos Aires, en 1960, por un comando de élite israelí, para luego ser trasladado y juzgado en Jerusalén, cuya responsabilidad en el holocausto fue evidente aunque negado y relativizado por él mismo. 


Claramente no le estoy imputando delitos, o crímenes de semejante naturaleza, a los sodálites citados, pero no me digan que quienes conocen el Caso Eichmann no encuentran paralelismos en el negacionismo sodálite. Tampoco les estoy diciendo que son unos monstruos, como sí lo fue Luis Fernando Figari. Pero tampoco pienso que fueron tan poca cosa como aparentemente nos quieren hacer creer.  

 

Desde el punto de vista técnico y de organización, algunos de estos dirán que jamás tuvieron posiciones muy altas o no tuvieron cargos relevantes, pero cualquier exsodálite de finales de los setentas o principios de los ochentas podrá recordar la ascendencia y mando de estos personajes que ahora se deslizan sigilosamente entre las sombras, y no pocos viviendo fuera del país.