Es una de esas películas que, luego de que terminan, te dejan paralizado en el asiento. Con la respiración contenida y el corazón estrujado. Sin saber qué decir. El filme del que les hablo es de impecable factura alemana, pero se le ha titulado en español como Santuario. O Refugio, que también. La dirige Marc Brummund, y fue estrenada en el 2015. 

 

Freistatt es, para más señas, un distrito ubicado en el estado de Baja Sajonia, cuya población no llega a los 700 habitantes. En él existió, hasta mediados de los setentas, uno de los internados de educación católica en los que prevalecía la violencia y la represión brutal como forma de aprendizaje.

 

En los hechos, Freistatt era una suerte de “hogar educativo” o de reformatorio para chicos con problemas, nacidos en la República Federal Alemana. La película fue filmada íntegramente en los escenarios reales que albergaba la institución. Las duchas. Las barracas. Los refectorios. Los campos donde los obligaban a trabajar como esclavos. La periferia de este santuario del terror colindaba con enormes y fangosos pantanos y llanuras extensas que inhibían de huir al más avezado.

 

A todos se les hacía vestir igual, o muy parecido, y la mano dura se aplicaba ejemplarmente. Sin excepciones. El abuso era parte de la vida cotidiana, es decir. Los golpes eran asumidos como normales. Y los insultos y gritos y llamadas de atención altisonantes no cesaban a lo largo del día. Las cartas que enviaban los padres eran intervenidas, pues les hacían creer a estos muchachos que sus familias no los querían. Es una película que se ve con rabia. Porque la injusticia es desmedida e inalterable. Y no puedes hacer nada para detenerla.

 

En Freistatt, por lo demás, no hay banda sonora. No hay música estremecedora en plan La lista de Schindler. No. En Freistatt no hay sonidos que nos distraigan. Solo silencios incómodos y arrolladores, que aumentan la sensación de agobio que sufren los estudiantes, quienes son vigilados permanentemente por mentores malencarados y sádicos, como el “Hermano Wilde”, quien gobierna con rudeza y órdenes estridentes, y al que parece importarle poco o nada el cansancio o necesidades de los jóvenes.

 

Humillación. Soledad. Virulencia. Bestialidad. Maltratos psicológicos y emocionales. Todo eso, y más, se padece en Freistatt. El director del “centro educativo” Head Brockmann juega a ser bueno y malo, yin y yang, cara y sello, como un dios, y es el responsable principal de la destrucción de esas almas, de las que parece haberse apropiado para castigarlas, fomentando el odio entre ellos, evitando así cualquier tipo de solidaridad.

 

En Freistatt, a diferencia de las adolescentes que vivían en las denominadas “Lavanderías de la Magdalena”, en Irlanda, donde la iglesia católica promovía el trabajo forzado y la servidumbre, los chicos que residían ahí no eran huérfanos. Y muchos de los padres que enviaban a sus hijos a Freistatt lo hacían con buenas intenciones, sin percatarse de que en ese aislamiento rural se había instalado una ominosa cultura de abuso de poder. Un sistema autoritario y represivo que aspiraba a anular las personalidades de los estudiantes para dominarlos y controlarlos.

 

Heike Hupertz, crítica de cine, comenta que en Freistatt “se recuerda los principios organizativos de un campo de concentración”. La historia, como dije, está basada en hechos reales. Tanto, que cierra con las escalofriantes fotografías de quienes estuvieron internados en ese dantesco lugar durante los años sesentas y setentas. No está en Netflix, por si acaso. Así las cosas, si les interesa, y créanme que vale la pena verla, tendrán que agenciársela ya saben dónde.

TOMADO DE LA REPÚBLICA, 14/10/18