El fujimorismo no tiene cura. Nació como un germen totalitario. Y eso es lo que será el resto de su existencia. Un movimiento enemigo del Estado de Derecho. Una agrupación camaleónica, que adoptará algunas formas de apariencia democrática, pero cuyo corazón golpista siempre terminará imponiéndose.

 

Eso fue, y sigue siendo, desde su nacimiento aquel domingo en la noche del 5 de abril de 1992, cuando decidió por la fuerza eliminar todos los organismos de contrapeso y de fiscalización. Y la represión se convirtió en su política principal. Amordazando a los medios de comunicación, hostilizando a todo opositor.

 

Hay ingenuos que todavía siguen creyendo que algo así es lo que necesita el Perú. Cada vez son menos, es verdad. Pero que todavía los haya es inquietante. Asumir que el Perú mejoraría con el ascenso del fujimorismo es de locos. Porque si una certeza podemos inferir luego de todo lo que hemos conocido, es que si el fujimorismo llega de nuevo al poder, sería lo peor que nos podría pasar como país. La moral se degradaría a niveles jamás vistos. Todo empeoraría.

 

Paradójicamente, sectores de la derecha conservadora que alientan el capitalismo, insisten en que la apuesta de los peruanos debería volver a recorrer la senda autoritaria. Son incapaces de ver que el capitalismo jamás podrá despegar con el fujimorismo, pues este no es liberal sino mercantilista por sus cuatro costados.

 

Políticamente, el fujimorismo es sinónimo de brutalidad y salvajismo. Es traición a la democracia. Servilismo patético. Pantomima parlamentaria. Bravata a lo Becerril. O a lo Tubino. O en plan Keiko. Corrupción orgánica. Gestos destemplados. Cacógrafos a sueldo. Validos como cancha. Totalitarismo a la mala. Putrefacción enraizada. Despotismo congénito. Atropellos contra la prensa. Envilecimiento de la justicia. Satrapía flagrante. Triquiñuelas grotescas. Pisoteo a los derechos humanos. Oscurantismo atávico. Prepotencia extendida. Arbitrariedad con roche. Barbarie a pastos. Legisladores autómatas. Domesticación de la opinión pública. Intimidación y sobornos. Campañas de calumnias. Troles malolientes. Operaciones de vilipendio. Mascaradas infames. Seres viles y malvados. Chapoteo en el fango y la mugre. Maquiavelismo puro y duro. Extremos de truculencia y crueldad.

 

Y más. Porque el fujimorismo apela a “esa atroz tradición de sometimiento servil o pasividad resignada que es el caldo de cultivo que ha hecho florecer a nuestras incontables dictaduras”, como escribió Mario Vargas Llosa en enero del 2000.  

 

Al final, como lo hemos visto en más de una oportunidad, desde la caída de Fujimori hasta la fecha, el fujimorismo luego de haber llegado a la cúspide termina en el descrédito, en el escándalo, remeciendo a la opinión pública, que, termina reaccionando positivamente frente a los abusos de poder. Sin embargo, pese a los incontables ejemplos de malas artes y daño letal al sistema, esta misma opinión pública olvida fácilmente lo vivido. Ya lo hemos padecido en las elecciones del 2011 y del 2016. En ambos comicios estuvimos apunto de sucumbir ante la lacra fujimorista.

 

Lamentablemente, salvo el temporal oasis que se vivió durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua, los peruanos no hemos tenido la oportunidad de tener en el Poder Ejecutivo, en los ministerios, en el Congreso, en la administración de justicia, una mayoría de funcionarios y servidores del Estado que no roben y que no hagan demagogia. Y sobre todo, que digan la verdad y que sean tolerantes a la crítica y a la fiscalización. ¿Algún día veremos eso?

 

Tomado de La República, 11/11/2018