La vi por segunda vez hace unas semanas. No es que sea una película magistral, pero sí echa luces sobre la vida y personalidad de Hannah Arendt, la autora de Eichmann en Jerusalén, el ensayo que la marcó para toda su vida, y por el cual la llamaron “pronazi” y “antijudía”. Y el filme, que lleva el nombre de la filósofa alemana, me llevó a terminar con ansias aquel libro que empecé con desgano varios años atrás.

 

Esta publicación es, como la describe Mario Vargas Llosa en un artículo publicado en junio del 2013, una “rigurosa autopsia” que “arroja unas conclusiones escalofriantes y válidas no solo para el nazismo sino para todas las sociedades envilecidas por el servilismo y la cobardía que genera en la población un régimen totalitario”.

 

“El Fuhrer ha ordenado el exterminio físico de los judíos”, le habría dicho Reinhard Heydrich a Eichman, en 1941. Heydrich (1904-1942), oficial nazi de alto rango y uno de los principales arquitectos del Holocausto, es considerado como uno de los personajes más oscuros de Hitler, quien lo describió como ‘el hombre con el corazón de hierro’. Heydrich fue atacado en Praga el 27 de mayo de 1942 por un comando checoslovaco y murió una semana después como consecuencia de una septicemia.

 

“Al principio, fui incapaz de darme cuenta de la importancia de las palabras pronunciadas por Heydrich (…); después sí las comprendí, y entonces seguí en silencio porque ya no había nada más que decir, ya que yo jamás había pensado en semejante cosa, en semejante solución. Entonces, lo perdí todo, perdí la alegría del trabajo, toda mi iniciativa, todo mi interés; quedé, para decirlo de una vez, anonadado”, dijo Eichman en el juicio que se realizó en Israel y al que asistió Hannah Arendt como corresponsal de The New Yorker. Su trabajo se basó en la cobertura de las ciento veintiuna sesiones a las que asistió durante los casi nueve meses que duró el proceso.  

 

El nombre en clave oficial dado al exterminio de los judíos era “Solución Final”. Arendt explica que toda la correspondencia que abordara el tópico del genocidio estaba sujeta a estrictas normas de lenguaje. “Difícilmente se encuentran documentos en los que se lean palabras tan claras como ‘exterminio’, ‘liquidación’, ‘matanza’. Las palabras que debían emplearse en vez de ‘matar’ eran ‘Solución Final’, ‘evacuación’ y ‘tratamiento especial’ (…) Así, por ejemplo, un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores propuso que en la correspondencia con el Vaticano la matanza de judíos se llamara ‘solución radical’”.

 

Relata Arendt que Eichman jamás asistió a una ejecución masiva mediante armas de fuego, y tampoco presenció una matanza con gases. “Eichmann solo vio justamente lo necesario para estar perfectamente enterado del modo en que la máquina de destrucción funcionaba; para saber que había dos métodos para matar, el gaseamiento y el disparo de armas de fuego; que el segundo método lo empleaban los Einsatzgruppen, y que el primero se utilizaba en los campos de exterminio, ya en cámaras, ya mediante camiones; y que en los campos de exterminio se tomaban complicadas medidas a fin de engañar a las víctimas, acerca de su destino, hasta el último instante”.

 

Una constante de Eichmann en el juicio es que siempre “había cumplido con su deber” que “siempre había obedecido las órdenes”, tal cual su juramento exigía. Curiosamente, su abogado, el doctor Servatius no alegó la concurrencia de “órdenes superiores”, sino de “actos de Estado”.

 

En septiembre de 1941, Eichmann organizó su primera deportación masiva de Alemania, “en cumplimiento del deseo de Hitler”. En la primera expedición fueron veinte mil judíos de Renania y cinco mil gitanos.

 

“Cualquiera que haya padecido una dictadura –dice Vargas Llosa, volviendo al artículo arriba citado-, incluso la más blanda, ha comprobado que el sostén más sólido de esos regímenes que anulan la libertad, la crítica, la información sin orejeras y hacen escarnio de los derechos humanos y la soberanía individual son esos individuos sin cualidades, burócratas de oficio y de alma, que hacen mover las palancas de la corrupción y la violencia, de las torturas y los atropellos, de los robos y las desapariciones, mirando sin mirar, oyendo sin oír, actuando sin pensar, convertidos en autómatas vivientes que, de este modo, como le ocurrió a Adolph Eichmann, llegan a escalar las más altas posiciones”.

 

O como lo explica Arendt hacia la mitad de su libro: “Del conjunto de pruebas de que disponemos solamente cabe concluir que la conciencia, en cuanto tal, se había perdido en Alemania”. Ciertamente, como reconoce la propia filósofa de origen judío, hubo gente que desde los principios del régimen de Hitler, “y sin cejar ni un instante, se opusieron a él”. Pero claro. Nadie sabe cuántos fueron. Pues sus voces jamás fueron oídas. Y se les podía encontrar incluso entre las filas del partido nazi.

 

“El miembro de la jerarquía nazi más dotado para la resolución de problemas de conciencia era Himmler. Himmler ideaba eslóganes, como el famoso lema de las SS, tomado de un discurso de Hitler dirigido a estas tropas especiales, en 1931, “Mi honor es mi lealtad” –frases pegadizas a las que Eichmann llamaba ‘palabras aladas’, y los jueces de Jerusalén denominaban ‘banalidades’-.

 

Aquí van algunas de las frases tomadas de los discursos que Himmler dirigía a los comandantes de los Einsatzgruppen y a los altos jefes de las SS y de la policía: “La orden de solucionar el problema judío es la más terrible orden que una organización podía recibir”. “Sabemos muy bien que lo que de ustedes esperamos es algo sobrehumano, esperamos que sean sobrehumanamente inhumanos”. Esta es “una gran misión que se realiza una sola vez en dos mil años”.

 

“Las tropas de los Einsatzgruppen procedían de las SS armadas, unidad militar a la que no cabe atribuir más crímenes que los cometidos por cualquier otra unidad del ejército alemán, y sus jefes habían sido elegidos por Heydrich entre los mejores de las SS, todos ellos con título universitario. De ahí que el problema radicara, no tanto en dormir su conciencia, como en eliminar la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico”.

 

Como sea. El programa de exterminio, que se inició en el otoño de 1941, se llevó a la práctica mediante dos vías diferentes. Las cámaras de gas y los Einsatzgruppen. La matanza a través de las cámaras de gas de la zona oriental nació a consecuencia del programa de eutanasia de Hitler, en una época muy anterior a la que comentamos.

 

“Las primeras cámaras de gas fueron construidas en 1939, para cumplimentar el decreto de Hitler, dictado el 1º de septiembre del mismo año, que decía que “debemos conceder a los enfermos incurables el derecho a una muerte sin dolor”. Así las cosas, la palabra ‘asesinato’ fue sustituida por “el derecho a una muerte sin dolor” (continuará)