Así se llama el libro de memorias del músico británico James Rhodes. Llegué a él gracias a la persistencia de mi amiga María Luisa Martínez, quien insistió mucho en que lo lea. La verdad es que no fue fácil encontrarlo. No estaba en ninguna de las librerías que suelo frecuentar. Hasta que finalmente lo hallé en Íbero del Edificio Patio Panorama, en Surco.

 

Puesto a ser sincero, la publicación no tiene desperdicio. Y eso puedo jurarlo por mi pellejo. James Rhodes (Londres, 1975) toca el piano y es columnista del prestigioso The Guardian. Y ha dirigido su fama a visibilizar y fomentar el debate en torno a los abusos sexuales a menores, ofreciendo charlas TED y conferencias en actos de Save the Children.

 

Ya desde el epígrafe, Rhodes lo va ubicando al lector. “Hay que escuchar la historia de estas personas y tratar de imaginar lo que es vivirla, por difícil o incómodo que resulte”, reza la frase que pertenece a un veterano del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos.

 

“La música clásica me la pone dura”, dice en su primera línea. Y acto seguido, destaca la importancia que han jugado Bach, Beethoven, Brahms y Chopin en su vida. En ella, en la música, Rhodes ha encontrado consuelo, compañía, redención, sanación, sabiduría, comprensión, esperanza, energía y calidez. “Es medicina para el alma”, confiesa.

 

Y poco a poco, homeopáticamente, va entrándole al trapo. Al momento más traumático de su vida. Y lo hace al mejor estilo de los escritores malditos, rescatando a través de la memoria y de las palabras los hechos que lo marcaron para siempre. Si me preguntan, Rhodes calza como un guante en aquella categoría que Mario Vargas Llosa describe en uno de sus textos sesenteros. “Los malditos son, por lo común, gentes al margen, no integradas a la sociedad en la que viven, y fascinadas por la singularidad de su propia existencia. Individualistas, solitarios, su insolencia no tiene límites y su conducta suele ser rebelde”.

 

Bueno. Algo de eso es James Rhodes. Un escritor que no le teme a la censura. Ni le tiene terror a su espeluznante niñez. El concertista inglés es de esa estirpe de escritores que se inmolan por completo al volcarse en una sinceridad brutal. Sin eufemismos ni tamices. “No me había dado cuenta de lo jodidamente cabreado que estaba hasta que he empezado a escribir este libro”, anota en las primeras páginas, cuando uno ya está imantado a su historia, hechizado como una polilla ante una lámpara.

 

Tampoco piensen que en Rhodes predomina el morbo, pues hay muchos detalles que se ahorra, por innecesarios, o qué sé yo. No obstante, los efectos y consecuencias de la violación y del abuso, que sufrió entre los seis y diez años de edad y que define “como una mancha que nunca desaparece”, están regados a lo largo de su autobiografía. “Todos los días hay mil cosas que me lo recuerdan. Siempre que cago. Que veo la tele. Que observo a un niño. Que lloro. Que le echo un vistazo al periódico. Que escucho las noticias. Que veo una peli. Que me tocan. Que mantengo relaciones sexuales. Que me hago una paja. Que bebo algo inesperadamente caliente o que doy un sorbo demasiado grande. Que toso o me atraganto”, dice.

 

Para él escribir es como un exorcismo. O un oficio impúdico. O algo así. Pues sus escritos se construyen con la principal materia prima que tiene uno: su propia experiencia. No les cuento más porque, ya ven, se me acabó el espacio. Solo les digo una cosa. Léanlo.


Publicado en LA REPÚBLICA, 9/12/2018