“Juan Luis Cipriani no pasará a la historia por su vuelo intelectual, del que, a juzgar por sus sermones, está un tanto desprovisto, ni por su tacto, del que adolece por completo, sino por haber sido el primer religioso del Opus Dei en obtener el capelo cardenalicio, y por su complicidad con la dictadura de Montesinos y Fujimori, a la que apoyó de una manera que sonroja a buen número de católicos peruanos, que fueron sus víctimas y la combatieron”, profetizó Mario Vargas Llosa en El País, el 8 de diciembre del 2002.

 

Como parte de su legado se cuenta el silenciamiento de curas, la politización (o fujimorización) de su gestión episcopal, el desdén por los derechos humanos (llegó a calificar como traidores a la patria a quienes, al denunciar las vejaciones a los derechos básicos, sembraban dudas en torno a las fuerzas del Ejército), el rol controversial que jugó durante la toma de rehenes en la residencia del embajador del Japón, su oposición a la construcción del Museo de la Memoria (“No es cristiano un museo de la memoria”, dijo), su homofobia,  su machismo larvado, su misoginia, el abuso de su poder fáctico para coctelear religión con política y así tratar de imponer creencias religiosas con el propósito de convertirlas en políticas públicas, la defensa del autoritarismo, los intentos por someter a la Universidad Católica, la exigencia temprana del indulto para Alberto Fujimori, la compasión hacia un colega suyo, de su misma familia espiritual, salpicado por un escándalo de connotaciones sexuales (“No hagamos leña del árbol caído”, dijo). Más todavía.  Años más tarde no tendría ningún gesto de aproximación hacia las víctimas del Sodalicio.

 

No solo ello. En una ocasión, desde su púlpito radial, en RPP, tuvo el desatino de desafiar a una de las principales víctimas de Luis Fernando Figari, revictimizándola una vez más. Porque Cipriani siempre ha sido eso. La arrogancia atrevida. La arenga intolerante. La voz reaccionaria. El talante fanático. O para citar de nuevo a Vargas Llosa. Cipriani ha representado “la peor tradición de la Iglesia, la autoritaria y oscurantista, la del Índex, Torquemada, la Inquisición y las parrillas para el hereje y el apóstata”.

 

Y no nos olvidemos de los plagios de Cipriani, por dios. Ampayados por Utero.pe, todo hay que recordarlo, y que llevaron al director de El Comercio, Fernando Berckemeyer, a la decisión de expectorar al cardenal y eliminarlo de su rol de colaboradores y columnistas.

 

Como sea. Esa tradición sectaria e intransigente que duró casi veinte años, y que Juan Luis Cipriani se empeñó en mantener viva a cualquier costo, terminó en un tris. Finalmente cambiaron los vientos, y parece que nos asomamos a un nuevo ciclo, en el fondo y en las formas, en la línea de lo que anunció el papa Francisco en algún momento. Cuando dijo que quería pastores “con olor a oveja”, o algo así.

 

Es verdad, como han hecho notar varios, que lo usual en estos casos es que el máximo pontífice de los católicos no acepte la renuncia en el acto, como ha ocurrido con el cardenal Cipriani. Que lo normal es que se le mantenga al renunciante un tiempo más largo. Que cuando ello no es así es porque sucedió algo. Sea cual fuere la motivación que llevó a Jorge Bergoglio a cambiar de tajo al carca y oscurantista, adoptó, sin duda, la mejor decisión. No hay nada peor que un integrista con poder, de esos que gozan infundiendo miedo para imponer sus doctrinas dogmáticas y sus manifiestos cavernícolas. 


Tomado de La República, 3 de febrero del 2019