El arzobispo de Piura y Tumbes, el sodálite José Antonio Eguren Anselmi, cumplió con su cometido. A través de su abogado, Percy García Cavero, un funámbulo del Derecho Penal, de esos que suelen jalonar sonrisas debido a su histrionismo y humorismo involuntario, consiguió la condena contra mí. Por supuesta “difamación agravada”.

 

Una jueza del Primer Juzgado Penal Unipersonal de Piura, Judith Cueva Calle, ha logrado lo que parecía imposible. Primero, admitir una querella que no tenía ni pies ni cabeza. Segundo, llevarme a litigar a la cancha del prelado, en Piura, donde es un poder fáctico, aunque lo niegue (casi una especialidad de Eguren, por cierto: el negacionismo). Tercero, hacerme gastar una abultada y apreciable cantidad de tiempo y dinero en viajes, hoteles, abogados, y etecé. Cuarto, agotarme en momentos en que mi salud no pasa por su mejor momento. Quinto, sentenciarme.

 

Eguren, García y Cueva me están castigando con un año de pena privativa de la libertad suspendida. ¿Esto qué significa? Que me darán trato de delincuente, y que, a partir de la fecha, tendré antecedentes penales si no logro revertir el fallo ante el Tribunal de Apelaciones. Que no podré salir de Lima sin autorización previa del Juzgado de Investigación Preparatoria. Que tendré que comparecer mensualmente a dicha entidad para dar cuenta de mis actividades. Que debo entregarle a Eguren la friolera de 80 mil soles (casi 25 mil dólares). Que pagaré 120 días multa a favor del Estado. Y, lo más importante para él, que estaré conminado a no evocar ni tocar de refilón lo que he dicho en los textos en cuestión. De lo contrario, iré preso al penal de Río Seco. Eso significa.

 

¿Tiene razón la sentencia condenatoria? Claramente, no. Ni siquiera se acerca remotamente a la verdad. Se trata de una interpretación antojadiza de mis opiniones por parte de la jueza, que deja la sensación de no haberlas leído nunca. Eso sí. Repite, a pie juntillas, casi como calcando las diatribas desaforadas de García Cavero vertidas a lo largo del proceso, la versión improcedente y antidemocrática de Eguren.

 

La resolución parte de la premisa de que soy “una persona que tiene una repulsión comprobada contra la iglesia católica e integra una organización direccionada para afectar” a la institución de los católicos (lo cual, adivinarán, es delirantemente falso). Y para “probar” el deshonesto aserto cita varias veces el pasquín cibernético de Luciano Revoredo, un anodino chacal dedicado obsesivamente a desacreditar y denigrar al arriba firmante, a Paola Ugaz, al activista chileno Juan Carlos Cruz, y a todo aquel que se solidarice con nosotros.

 

De acuerdo a la singular lógica de la jueza Cueva, que es la misma que utilizó el abogado de Eguren a lo largo del juicio, los señalamientos de maltratos psicológicos denunciados en diferentes momentos por José EnriqueEscardó y Martín Scheuch, no son relevantes ni prueban nada.

 

El símil del “Juan Barros peruano” con el que titulé un texto dedicado al rol protagónico que jugó Eguren durante la visita del papa al Perú, se traduce caprichosamente como que acuso al obispo sodálite de “encubridor de abusos sexuales”, cuando ese nunca fue el sentido del post propalado en el portal La Mula.

 

La metáfora, insisto hasta hoy, le calza como un guante a Eguren. Eguren, como Barros, fue uno de los miembros más cercanos a su líder. Eguren, como Barros, participó en dinámicas de bullying psicológico. Eguren, como Barros, quiso “lavarse la cara” con la visita del papa. Eguren, como Barros, ayudó a su mentor en la edificación de una cultura de abuso de poder que entronizó al interior de su organización totalitaria y vertical y autoritaria durante décadas. La alegoría, si me preguntan, continúa más vigente que nunca.

 

De otra parte, la jueza interpreta, como también lo hace el defensor de Eguren, que la frase “depredador con suerte” empleada en un artículo que publiqué tanto en La República como en La Mula se la endilgo al clérigo sodálite, cuando está referida explícitamente a Virgilio Levaggi, uno de los depredadores sexuales reconocidos por el propio Sodalicio.

 

Finalmente, por citar dos investigaciones en las que aparece Eguren como “presunto implicado” (y lo pongo así, en condicional) en tópicos no esclarecidos de tráfico de tierras en Piura, en los que funcionarios de empresas del Sodalicio le habrían pagado enormes sumas semanales a la Banda de la Gran Cruz del Norte, me achaca que lo estoy acusando de “traficante de tierras”, algo que no hago. En todo caso, en lugar de emprender acciones contra Al Jazeera y Random House, las dos fuentes en las que se narran estos hechos, la emprende contra mí que no hice ni conozco los detalles de la investigación. Solo cito lo que he visto y leído.

 

También se queja la jueza, es verdad, del sarcasmo y del tono burlesco de los textos, y los expone como “daño al honor” o “menoscabo de la buena reputación”, dejando la sensación de que estamos frente a alguien que no teme disfrazar su ignorancia respecto de lo que significa el ejercicio periodístico. Que no entiende que los hechos son sagrados y que las opiniones son libres. Y que la ironía o la mordacidad, con las que se aderezan las columnas, son recursos absolutamente legítimos al momento de emitir puntos de vista y pareceres.

 

Una vez más. Me ratifico en las cosas que dije. Porque Eguren fue parte de la cultura de abuso de poder del Sodalicio. Porque Virgilio Levaggi fue un “depredador con suerte”, a quien no expulsaron de la institución y fue protegido y encubierto por la cúpula sodálite de los ochentas (de la que formó parte Eguren). Porque hay cosas que deberían explicar tanto el arzobispo sodálite como el propio Sodalicio sobre sus negocios de tierras en Piura.

 

En síntesis, estamos frente a un veredicto vil, destinado no a esclarecer la verdad, sino a torcerla, y a mostrar mis puntos de vista como “injuriosos”, con insinuaciones alacranescas que tienen como propósito condenar y desacreditar a uno de los periodistas que contribuyó a revelar los abusos del Sodalicio. Es eso. Se trata de una estrategia rufianesca, si me apuran.

 

He tenido, sin duda, aproximaciones equivocadas al Caso Sodalicio, como cuando cuestioné de forma acre y apresuradamente a la primera Comisión Investigadora, algo que rectifiqué en su momento. Pero jamás he tenido ánimo de difamar. Se necesita ser rabiosamente ciego para no querer ver la realidad. O adolecer de un serio problema de comprensión de lectura para no entender, luego de la lectura de Mitad monjes, mitad soldados, que el Sodalicio no lo edificó Figari solito.

 

Como sea. Es una burda mentira sostener que he difamado al sodálite José Antonio Eguren. En consecuencia, apelaremos esta peligrosa condena que criminaliza opiniones y elude la comprehensión de un fenómeno sectario que ha dañado a tantas personas. Mi único temor es que, si el Tribunal de Apelaciones de Piura le sigue los pasos a la jueza Judith Cueva, saldré de ahí con un cuchillo entre los omóplatos.